La Renovación está llamada a culminar su experiencia religiosa en una auténtica contemplación. Es auténtica cuando alcanza el corazón de Dios sin alienarse de la realidad del mundo y de los hombres. Conocer a Dios es también compartir con Él el amor con el que ha creado todas las cosas. En estas alturas los dones del Espíritu Santo soplan en plena libertad de eficacia y fecundidad, entre ellos el don de piedad que introduce a las criaturas en la casa y familia de Dios.
El pecado
Es otro de los temas que cobra un lugar nuevo dentro de la Renovación en el Espíritu. La Renovación ha nacido para volcarse en el hombre actual y es importante librarle de ciertos fantasmas que pueden frenar su labor de presentar a nuestro mundo y a nuestra gente una imagen renovada de Dios, de su verdad y de sus exigencias.
La moral que nace de aquí quiere llegar a Dios a través del culto. Hay acciones puras e impuras, pensamientos puros e impuros, personas puras e impuras.
Otro de los rasgos de esta moral es la preferencia de la ley sobre la conciencia personal.
La caridad.
Poco a poco va emergiendo una moral con nuevas bases, de tipo menos cultual y más profético, con fuerte arraigo también en la Palabra de Dios. Dios no requiere primordialmente lo puro o impuro sino lo justo o injusto. El pecado no es, por consiguiente, una simple impureza que impide participar en el culto, sino una rotura de comunión entre los hombres que pone en peligro la caridad y la vida en comunidad.
La fuerza moral no está en ella sino en la experiencia del don, de la alianza y la comunión. Y ahondando un poco más llegamos a la experiencia cristiana de la libertad en el Espíritu que, en ocasiones, hace prácticamente innecesaria la ley, pues la dimensión del amor ha sustantivado todo el comportamiento.
Siempre que hay una renovación profética se mueve el eje del respeto y pasa de las acciones o cosas sacralizadas a las personas. Todas las renovaciones realizan ese ajuste. En este sentido Jesucristo fue total. La Renovación carismática nace de un pentecostés cuyo contenido básico es la experiencia de Jesús resucitado. De ahí brota el Espíritu que es el que configura el comportamiento normal del que ha tenido esa experiencia. Ningún joven carismático guarda actualmente la castidad por consideraciones sociales o filosóficas, ni siquiera éticas, sino por la Palabra de Dios y la fuerza del Espíritu.
Tal vez el problema más grave de la moral actual está en borrar los perfiles de las cosas. La Renovación reivindica la sobrenaturalidad del cristianismo. El comportamiento cristiano consiste en "impetrar de Dios una conciencia pura por la resurrección de Jesucristo" (I Pe. San Pedro era iletrado y no sabía de éticas ni de leyes naturales, pero conocía bien de donde manaba la fuerza para ser mártir, para dar testimonio y, en general, para ser cristiano. La perspectiva moral de la Renovación tiene que ir en esa dirección: enganchar de nuevo, autentificar el comportamiento cristiano en sus raíces primigenias. No, nuestro comportamiento tiene que nacer de un corazón nuevo recibido del Espíritu de la resurrección.
En este sentido la Renovación hace una síntesis muy bella y crea un tipo de hombre libre y desembarazado de viejos tabúes pero, a la vez, respetuoso y entregado a un auténtico culto "en espíritu y en verdad" del Dios que nos ha amado hasta el extremo en Jesucristo. De ahí que la Renovación esté capacitada para asumir las tendencias juveniles más arriba citadas, dándoles verdadera luz, raíz y fundamento cristiano.
El juicio del mundo
Además de todo esto la Renovación tiene muchas más cosas que decirnos sobre el pecado. Los ocho primeros días limpió tanto que logró que la casa de Dios brillara como el locutorio de un convento. Si por ella fuera no dejaría entrar a nadie en la iglesia para que Dios estuviera en un lugar limpio.
En la Renovación se combate el pecado pero no con una actitud de esa buena señora. La justificación que nos ha traído la resurrección de Jesucristo nos ha capacitado para no ser unos fanáticos ni unos fundamentalistas ni seres que quieren eliminar el pecado. La espiritualidad de la Renovación rechaza de plano ese perfeccionismo de algunos que desearían que no hubiera hombres para que el mundo fuera más limpio, más puro y ecológico.
El mundo se vuelve limpio no eliminando a los hombres sino salvándolos, como hace Jesucristo. Y esta salvación, por parte de Jesús, ha consistido en clavar en su cruz el mal del mundo y los pecados de la humanidad. Cualquier consideración, pues, del pecado del mundo y de los hombres fuera de la cruz de Cristo es bastarda. Desde esa altura, desde esa atalaya mira la Renovación el pecado de este mundo. La persona se salva en Dios, no en sí misma. También nuestros pecados le pertenecen al Señor. Para creerse esto y poder vivir esta libertad interior, hay que ir conociendo el corazón de Jesucristo, hay que asombrarse del exceso de amor gratuito con que Él nos ama y hay que asumir que Él perdona sin condiciones.
Comprendí que me había pasado e incluso dado mal ejemplo a otras personas que lo presenciaron. Me culpabilicé y lo estaba pasando mal. En ese momento me entró una gran compasión y tuve misericordia de mí mismo. Me hizo bien, me desculpabilizó.
Se trata de reconocer la total gratuidad de Dios en Jesucristo. Se trata de conocer y gozarse del inmenso e inabarcable corazón del Señor. En definitiva, se trata de asombrarse y sacarle todo el provecho al excesivo amor de Dios. Se trata de superar radicalmente los planteamientos del hijo mayor de la parábola, que no entendió la gratuidad del corazón de su Padre. La fe consiste en vivir a costa de Jesucristo.
El peso del pecado
Al hablar del pecado no nos referimos a ésos de personas endurecidas que conscientemente niegan a Dios, se alejan de su Iglesia o rechazan con plena clarividencia a otra persona, negándoles expresamente su caridad. Este es el pecado contra el Espíritu Santo, cuyo juicio sólo a Dios pertenece. Estos pecados no sólo existen sino que Dios permite muchas veces que hagan en nosotros un largo recorrido y nos veamos agobiados y dominados por ellos. El estipendio del pecado es la muerte y, en parte, nos viene bien experimentar el peso de nuestra condición pecadora. "Ha sido conveniente a lo largo de la historia de la salvación, dice Tomás de Aquino, que Dios permitiera al hombre caer en pecado, para que experimentando su debilidad, reconociera la necesidad de la gracia" (I-II, 106,3c). Y es que, en realidad, eres tú el que te condenas, no Dios. No hay gratuidad en este querer salir del pecado. Por eso, aguanta su peso, el Señor te está queriendo ahí donde tú te rechazas. En el agobio de la culpabilidad tú piensas: tiene que haber alguien que pueda entender mi corazón hasta el fondo. Pues bien, ése es Jesucristo y aquellos que reciben ese don. "El amor perfecto expulsa todo temor" (I Jn. No es lo corriente ni en la Iglesia ni en el mundo actual, donde la culpabilidad consciente o larvada corroe tantas actitudes, como si Jesucristo no hubiera muerto en realidad. Dios no quiere ser un peso para nadie. El pecado de tu hermano no le pertenece a él sino a Jesucristo. Pero esto no incluye ningún juicio condenatorio de dicha persona, cosa que sólo le pertenece a Dios.
Sanación interior del pecado
No es fácil llegar a la libertad interior aun a personas que viven en cierta experiencia de gratuidad. Alguno de los movimientos citados más arriba, o incluso algunas personas dentro de la Renovación, no pueden librarse de una especie de pesimismo luterano que condiciona su libertad y alegría interior. Oran agradeciendo a Jesucristo el don gratuito de la vida que ha brotado de su resurrección, pero la alegría de este don no les baja hasta los sentimientos ni trasforma su cara. La gracia sanante ¿qué es esto? El pecado no es sólo una quiebra legal o una rotura de equilibrios o una ofensa a Dios. Siempre ha dicho la Iglesia que aunque el pecado esté perdonado el reato tiene que ser purificado en esta vida o en la otra. La Renovación, de acuerdo con la Iglesia, acepta la necesidad de una purificación o sanación de los restos o estigmas del pecado. La diferencia está en que la renovación ha eliminado la connotación de castigo y subraya la acción amorosa de la purificación o sanación interior por obra del Espíritu Santo. Por esta sanación el hombre siente en su propia psicología y en su propio cuerpo la bondad benéfica del señorío de Jesús resucitado que libera al hombre del poder del mal manifestado en el pecado original.
¿Cuáles son los frutos de ese pecado? El estipendio del pecado del hombre es la muerte, dice la Carta a los Romanos. La Renovación actúa una fuerte praxis de sanación interior. En todos los grupos hay un ministerio de sanación o intercesión en el que se ora para que las personas vayan descubriendo las raíces de su mal y de su pecado. El Espíritu Santo, como un gran siquiatra a lo divino, va iluminando las parcelas de cada persona que necesitan ser sanadas para integrarse en una personalidad redimida y apta para todo soplo y don del Espíritu.
También existe una praxis de sanación física, pero ésta busca primariamente la razón de signo. Una curación física, sin excluir nada, sirve sobre todo para confirmar la predicación o la presencia del Señor en sus sacramentos. La sanación interior es una predilección personal. La persona que siente esa acción sanadora del Señor se sabe querida, cuidada, protegida. De esa forma, aunque la sanación interior a veces necesita quirófano y cirugía, nunca se sale del ámbito del amor ni de la acción benevolente de Dios. Y aunque la debilidad y el pecado se hagan a veces recalcitrantes y parezca que no van a ser expulsados nunca, no se pierde la esperanza en el poder de Dios ni la alegría de saber que aún en esa situación uno está en sus manos.
La espiritualidad de la Renovación siempre apunta a una actitud positiva. Devuelve a Dios el rostro de Padre. Ha logrado superar las tendencias que empujan al ser humano a la esclavitud y al miedo. Por eso uno se confía a Dios como un niño, llamándole Abba, Padre.
8.-LA RENOVACIÓN EN LA IGLESIA ACTUAL
En cierta ocasión, dando una charla sobre la Renovación carismática, se levantó alguien al terminar y me espetó lo siguiente: "Ustedes piensan, por lo que veo, que el Espíritu Santo es propiedad privada de su grupo. Me parece intolerable el monopolio del Espíritu que ustedes ostentan". Entonces yo pregunté dirigiéndome a todos: "¿De verdad creen que lo que yo he dicho les roba a ustedes su Espíritu Santo?". Una mujer contestó: "Yo ni tengo idea ni experiencia del Espíritu Santo y, además, nadie me ha hablado nunca de tal personaje". Se alzó un murmullo de conversaciones entrecruzadas, se distendieron los gestos y, al final, la gran mayoría confesaron que no tenían idea del Espíritu Santo ni lo habían echado en falta para vivir su vida cristiana.
Este diálogo lo tuve hace años al poco tiempo de entrar en la Renovación carismática. Tengo que confesar también que, antes de esa entrada, a pesar de llevar ya bastantes años de sacerdocio, tampoco yo consideraba al Espíritu Santo como un personaje activo e importante en mi vida espiritual. El pretendido monopolio de la Renovación no es otra cosa que la alegría de un redescubrimiento que le pertenece a toda la Iglesia, como vamos a ver en este capítulo. Dios no tiene acepción de personas ni el Espíritu Santo hace discriminaciones. Pero lo cierto es que ha habido tiempos en que la presencia del Espíritu en la Iglesia parecía, a nuestro corto entender, que estaba en baja. Ahora nos da la sensación de que había como una especie de ausencia, al menos ausencia de fuertes manifestaciones carismáticas, que en otros momentos han sido el dedo y el sello del Espíritu en su Iglesia.
Ausencia de carismas
El tema viene de lejos. San Juan Crisóstomo, muerto en el año 407, es el primero en notar en su tiempo la ausencia de los grandes carismas extraordinarios de que nos hablan la Palabra de Dios y la Iglesia primitiva. Justifica la existencia de carismas en la Iglesia primitiva o incluso la concesión a personas indignas de estos dones apelando a la necesidad, acuciante al comienzo de la Iglesia, de difundir la Palabra de Dios por todas partes. Lo mismo sucede con la fe. Cuando estaba recién plantada y era todavía tierna, cuando acababa de arraigar en los espíritus humanos, necesitaba todo género de cuidados; pero, una vez que se ha estabilizado, ha arraigado y crecido, Cristo quita las defensas y demás medidas de seguridad.
El Crisóstomo concibe los carismas, como se ve, en sentido estricto, no como efusiones o frutos del Espíritu, ni siquiera como carismas ordinarios sino en la línea de San Pablo, como manifestaciones del Espíritu gratuitas y extraordinarias con el fin de construir la comunidad y edificar la Iglesia.
En San Juan Crisóstomo la nostalgia, sin embargo, aún estaba viva. Comentando ciertos relatos carismáticos de San Pablo y relacionándolos con su tiempo escribe: "¿Se puede concebir algo más triste? La Iglesia estaba entonces en la gloria, el Espíritu la gobernaba como dueño". Así es ahora la Iglesia".
A lo largo de los siglos
La Iglesia siempre ha creído en la acción del Espíritu sobre ella. Por eso, siempre ha habido una serie de carismas, llamados ordinarios, que en todo momento se han considerado fundamentales para su acción pastoral. Entre ellos están los carismas de gobierno, de enseñanza y catequesis, asistencia a los enfermos, los que requieren los diversos ministerios, carismas de celibato, vida religiosa, matrimonio. Carismas incluso de sufrimiento por la Iglesia o por otras personas particulares. El problema surge al tratar de la necesidad de los carismas extraordinarios: palabra poderosa confirmada con milagros, dones de profecía, lenguas, palabras de conocimiento, sanación interior y física, cada uno de los siete dones del Espíritu que cuando se ejercitan para utilidad común se trasforman en carismas, por ejemplo una sabiduría portentosa y, en general, todo tipo de fenómenos o manifestaciones del Espíritu sorprendentes, como nos cuenta la Escritura que se dieron en Pentecostés y, al menos, en los primeros decenios de la Iglesia.
Estos carismas extraordinarios, como hemos visto, tuvieron mala prensa a partir del siglo IV en el pensamiento teórico de la Iglesia. La teoría oficial era que ya no los necesitaba la Iglesia, pues sus signos de credibilidad habían pasado a ser otros.
La respuesta es que estos dones ya no son necesarios para la credibilidad del cristianismo: "Una vez que la Iglesia católica se edificó y extendió por toda la tierra, Dios no quiso que continuaran estos dones en nuestros días, no sea que nuestro espíritu se quedase en lo visible y la humanidad, acostumbrándose a ellos, perdiese el ardor que comunicaron cuando eran recientes" (PL. 34,142).
¿Quiere decir esto que en la Iglesia ya no había signos de credibilidad? No, responde Agustín. Este cometido lo desempeña la vida cristiana. Es ésta la que con sus virtudes prueba que Dios está en ella. Y termina: "Viendo esa asistencia de Dios, ese progreso, ese resultado, ¿dudaremos en echarnos en brazos de la Iglesia?" (PL. 42,91).
Santo Tomás de Aquino no constata la falta de carismas en la Iglesia de su tiempo, siglo XIII. Como tal no puede dudar de que donde está el Espíritu están todos sus dones. En este tiempo, en efecto, florecen los grandes místicos, dotados de toda clase de dones y fenómenos místicos extraordinarios. Aludiendo a las opiniones de San Juan Crisóstomo sobre la Iglesia como una planta que ya no necesita ser regada, dice que todo eso es cierto, pero que pretender "eliminar totalmente el efecto, mientras permanece todavía en buena parte la necesidad, es una pésima filosofía. ¿Por qué, pues, querer quitar a la Iglesia ese bastón que Dios ha puesto en sus manos? Dios quiere sin duda los milagros, y por eso siempre han existido, para confirmar la predicación" (Oeuvres, Annecy, 99-100). No hablo tampoco de todos esos dones de profecías, lenguas y milagros ni de esos otros que hacen a los hombres considerables e importantes, como dice San Pablo. No, no pido esos dones para hablar de vos, Dios mío, con sublimidad de sabiduría, sino el don de hablar con humildad; sólo os pido la verdadera ciencia que es la de Jesucristo. No os pido tampoco el don de profecía porque estoy bastante comprometido en el estado presente de la vida para querer conocer el futuro. Lo que pido a Dios es el Espíritu de Jesucristo, que es sello de la vida cristiana en este mundo y en el otro" (O.C. París 1919, I,184). Igualmente me parece difícil poder interpretarlo, aún con toda la buena voluntad, dentro de la Palabra de Dios. Al contrario. Voy a citar un sólo dato para mostrar hasta qué punto la propia idea de carisma había desaparecido de la perspectiva teológica del siglo pasado: León XIII en su encíclica "Divinum illud munus" (1897), dedicada por completo al Espíritu Santo, no alude en ella ni una sola vez a los carismas de I Cor.
¿En qué basaban la credibilidad de la Iglesia? Según el Vaticano I, la Iglesia es un perpetuo signo de credibilidad a causa de su unidad, fecundidad, estabilidad y santidad. Una, santa, católica y apostólica.
La Iglesia ha salido de la época de cristiandad y tiene que enfrentarse a un mundo nuevo, secularizado, pagano y ateo. El hombre es un imposible, un ser para la nada y una pasión inútil.
Estas expresiones han sido experiencias vivas en varias generaciones y de ahí ha surgido la búsqueda de unos nuevos contenidos de salvación. El hombre siempre se resistirá a morir.
Vivencia fenomenológica
Hay un tema que para mí es muy querido y me da la clave para entender y disfrutar muchas cosas de la Renovación. Otro joven te cuenta que le aburren las clases, la catequesis... "¿Dios? Me parece un rollo todo lo que oigo sobre él". Lo que sé es que vivimos en un mundo en que se valoran sobre todo las experiencias, las vivencias. Dios, o es una experiencia en mí o no me interesa. Hoy, a nadie le interesa la verdad en abstracto, a la gente le interesa tu verdad, tu experiencia de las cosas, tu testimonio. Empieza verdaderamente a interesar cuando a través de las palabras se capta una experiencia vivida. El hombre que trasmite fe llega a la gente. La gente quiere experimentarlo todo y cuando hay un vacío de experiencias positivas se cae en la experiencia negativa del aburrimiento. Para muchos, por ejemplo, la más bella de todas las experiencias es la de Dios, vivenciado a través de la Renovación carismática. En ella, Dios ha dejado de ser una abstracción y se ha hecho vida. Dios se ha transformado en una persona y es con las personas donde se tienen verdaderamente las vivencias. Dios se ha convertido en un Jesús vivo, resucitado, real, experimentado por su Espíritu.
Actitud carismática
Por eso, hoy vivimos en una época del Espíritu. El Espíritu es el aliento de Dios, la acción de Dios, la energía de Dios, el amor de Dios actuando en nosotros. El Espíritu es la experiencia de Dios viva. Todo esto hay que pasarlo por una vivencia personal, hay que experimentarlo. Por eso, el Espíritu se ha hecho presente en medio de su pueblo. Ahora no podemos llegar a Dios por medio de ideas y doctrinas sino por medio de Espíritu y de experiencia.
La Renovación carismática ha recogido el más hondo aliento filosófico de nuestra época, que es un aliento vital y le ha hecho religioso y le ha puesto en comunicación con Dios. En ella Dios se hace sensible al corazón y entra de nuevo en la perspectiva y el horizonte humano. El Evangelio deja de ser una dogmática y se hace pueblo y vida y surgen de nuevo los milagros. Escuchas a la gente compartir testimonios y experiencias que son vida y hacen a Dios muy cercano. En otras épocas el Señor tenía sus caminos y métodos para llegar a la gente, según los aspectos culturales de cada momento; ahora el Espíritu se ha hecho coetáneo y nos habla con el lenguaje que mejor entendemos, que es el de las experiencias. Hace un rato hablaba de que han vuelto los carismas extraordinarios a la Iglesia. ¿Cómo no? No sólo se dan, se necesitan en la entraña del ser de este hombre del siglo XX. Necesitamos los carismas, que son signo de una presencia viva y consoladora de Dios. La nueva actitud carismático, eclesial, se basa en un bello fruto del Espíritu, que a veces es carisma y se llama fe. No es exactamente la fe teologal. Es la fe que mueve las montañas. Es una disposición interior que sólo puede provenir del Espíritu por la que se está presto a creer que Dios lo puede hacer todo en este momento, aquí y ahora. Esta fe es una forma de mirar la vida, que hace absolutamente concreta y detallada la esperanza. Esta fe provoca una forma de orar viva y sentida. Esta fe hace que una asamblea perciba al Espíritu de Jesús resucitado casi físicamente. Esta fe nos proporciona la actitud interior necesaria para que suceda el milagro. La fe es, pues, un carisma pasivo, tan importante para que suceda el signo como el carisma del sanador. Generalmente los miedos a estas cosas provienen de trasteros no habitados por el Espíritu. El Espíritu, el verdadero Espíritu, lo hace todo muy sencillo y acepta a cada uno como es, preserva la paz y unge sus acciones con elegancia y sobriedad. ¡Qué bella es una oración de sanación cuando va creciendo esta fe y se va sintiendo la presencia de Dios como algo real!
Pero, por lo demás, por si alguno continúa con sus miedos, sepa que la Renovación carismática clama por sus pastores. Un sacerdote sin pueblo es como un médico sin enfermos.
En la Iglesia del siglo XX, sin embargo, a partir del Vaticano II ha soplado otro Espíritu. Son precisamente los Papas los que primero y mejor han formulado esta necesidad de nuestro pueblo. Esta necesidad es uno de los grandes signos de nuestro tiempo. Juan XXIII, en vísperas del Vaticano II, dirigía al Espíritu Santo una plegaria en la que le decía que renovara "en nuestra época, como en un nuevo Pentecostés, sus maravillas" (AAS. Pablo VI, poco después, continuaba en la misma línea: "La condición del hombre presupone que el prodigio de Pentecostés continúe en la historia de la Iglesia y del mundo, y ello en su doble modalidad, a saber: como don del Espíritu Santo, concedido a los hombres para santificarlos (gracia santificante); y también como manifestación del Espíritu, para enriquecerlos con prerrogativas especiales (gracias gratis datae) o carismas, en orden al bien del prójimo y especialmente de la comunidad de los fieles. Y esto, "no porque Pentecostés haya dejado de ser actual a lo largo de toda la historia de la Iglesia, sino porque son tan grandes las necesidades y los peligros de este siglo, tan amplios los horizontes de una humanidad volcada hacia la coexistencia mundial pero impotente para realizarla, que para ella no hay salvación más que en una nueva efusión del don de Dios. Que el Espíritu Santo descienda para renovar la faz de la tierra" (Op.Cit.
Sigue Pablo VI: "Sería maravilloso que el Señor tuviera a bien derramar de nuevo sus carismas en abundancia para hacer capaz a la Iglesia de despertar y sacudir al mundo profano y secularizado" (Ibidem, XIII,939). capaz de suscitar carismas dormidos, de infundir ese sentido de vitalidad y gozo que, en todas las épocas de la historia, hace que su Iglesia sea joven y actual, que esté dispuesta a anunciar con alegría a los tiempos nuevos su eterno mensaje" (Ib.
Finalmente es de notar que la Iglesia actual ha tomado conciencia, no sólo en la palabra de su cabeza visible, de la necesidad de una intervención extraordinaria del Espíritu. La Liturgia de las horas pide con frecuencia a Dios que renueve en nuestro tiempo los prodigios de Pentecostés. En la oración colecta de esta fiesta ruega así: "Oh Dios, que en el misterio de Pentecostés santificas a tu Iglesia en todos los pueblos y naciones, difunde los dones del Espíritu hasta los confines de la tierra y continúa hoy, en la comunidad de los creyentes, los prodigios que operaste en los comienzos del Evangelio". para todo este tema Domenico Grasso, "Los Carismas en la Iglesia", Cristiandad, Madrid, 1984).
Estas palabras de la Iglesia resuenan en todos los que han sido llamados a la Renovación carismática con un eco inconfundible. ¿Cómo no ver en la Renovación carismática el vehículo providencial que Dios ha suscitado para que todo esto se haga efectivo en su pueblo? ¿Cómo rechazar después de esto un florecimiento de carismas por doquier que devuelva a la Iglesia la frescura y juventud de su primera época?
Algunos piensan que la Renovación no debería apellidarse carismática. Sabemos de sobra que lo más importante en la vida de un cristiano no son los carismas. No podemos eludir una auténtica formación cristiana que pase todos los acontecimientos pascuales, como son los carismas y toda la vida cristiana, por la cruz de nuestro Señor Jesucristo.
Todo esto es cierto, pero hay que tener en cuenta que la propia Renovación carismática es un carisma, es decir, una manifestación del Espíritu para utilidad común. Ha nacido con un designio especial de Dios. La gran renovación básica de la vida cristiana no sólo los carismáticos la llevan adelante, hay otros muchos grupos en la Iglesia. Sin embargo, a ningún grupo se le ha encomendado una renovación y acogida de los grandes carismas y dones del Espíritu tan necesarios para la Iglesia de hoy como a la Renovación carismática. Pero también es de agradecer que, sin dejar de ser profundamente renovados, se nos encomiende el hacer brillar y poner a la luz pública los grandes signos del Espíritu que, en realidad, no dejan de ser un bello designio amoroso de Dios para nuestra época.
Vaticano II
Pero aún hay más. No son sólo los Papas los que testifican con sus palabras el cambio de tendencia en la Iglesia Católica; hay otros muchos textos, que no voy a citar, dado el carácter de sencillo ensayo pastoral que tiene este escrito. Son la "Lumen gentium" y la "Evangelii nuntiandi", porque ambos expresan la esencia íntima de lo que es la Renovación, la cual sin duda ha sido suscitada para que de una manera práctica estos textos inspirados por el Espíritu se hagan realidad en su Iglesia.
En un contexto de fuerte renovación carismática dice el Vaticano II: "El Espíritu Santo no sólo santifica y dirige al pueblo de Dios mediante los sacramentos y los ministerios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo sus dones según su voluntad (I Co. 12,11), con lo que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: "A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad" (I Co. Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia" (LG. 12). En este campo, como en muchos otros, el Vaticano II nos presenta una Iglesia con su rostro renovado. Nos ha acercado a los momentos de mayor brillo y juventud, cuando la Iglesia primitiva, la fe y la piedad se alimentaban también de poderosas manifestaciones del Espíritu. La Renovación carismática está llevando a la práctica lo que la Iglesia ha proclamado en sus documentos.
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